
Niño de Elche no está gordo. Lo que pasa es que se ha comido los poemas fonéticos de Hugo Ball, los cantos gregorianos de la misa tredentina, a Aristoteles por seguiriyas, la bomba gitana de Lola Flores, a Pepe Marchena, media Gran Vía zarzuelera y tanguera, una deconstrucción de García Lorca y la voz lisérgica de Tim Buckley. Y lo peor (lo mejor) es que casi no hizo la digestión, bostezó sin compasión y arrojó con violencia desde el escenario toda la metralla que le cabía en el traje de cantaor con el cuello desabrochado. O eso es lo que algunos sentimos ayer en el Teatro Lope de Vega de Madrid, donde el artista de Elche presentó su último trabajo: Antología del Cante Flamenco Heterodoxo (Sony Music). En el mismo lugar donde cada noche El Rey León ruge, Paco Contreras bramó y se comió el micrófono para desgracia de flamencos de santo grial y modernos de fucking monday.
Antes de entrar al teatro de la Gran Vía, una amiga me estuvo hablando de la changa, una droga introspectiva que debe estar circulando por algunos ambientes madrileños. Se fuma y el pedo que provoca dura apenas diez intensos minutos de visiones fractales e inexpicables. La changa es la DMT (dimetiltriptamina), principio activo que se encuentra en innumerables plantas. Una especie de ayahuasca de vía rápida. Cuidadito con lo que hacéis. Cuando salimos de la actuación de Niño de Elche, ella misma se dio cuenta de que para psicodelia primitiva la que transmitieron durante casi dos horas el tipo que cantaba sobre las tablas (Paco Contreras), el guitarrista y percusionista Raúl Cantizano y la teclista y ruidista castañuelera Susana Hernández. Y claro que hay que estar un poco tocado para acudir a la llamada de este anarcoflamenco pero qué aburrimiento si nuestros jugos gástricos no procesasen de vez en cuando un combinado como el de ayer.
Todo empezó con el cantante frente al aforo completo quedándose en calzoncillo negro y siendo vestido por sus músicos con traje de chaleco. Una metáfora del rito torero antes de salir a la plaza pero en el cuerpo de un antitauromaquia, de un chico que no pone género a las palabras y que con este trabajo ofrece género fresco de lo más granado del flamenco y del antiflamenquismo. En tiempos de nazionalismos, Niño de Elche se opone a la «nacionalización del flamenco» como patrimonio inmaterial de la Humanidad únicamente vinculado a Andalucía. Y el quiso demostrarlo con trece temas (y un bis). Con alguna base electrónica, piezas de piano que parecen sacadas de las vanguardias artísticas de principios del siglo XX, toques de guitarra en forma de mantras y una voz que a veces te adormila placenteramente y otras te desgarra por dentro, la actuación de Niño de Elche, haga lo que haga, te lleva a un trance donde el telepredicador desaparece y su voz, sus gritos y sus palabras cortadas te dejan pegado a la butaca.

Cantó en catalán una farruca de 1916 compilada por Juli Vallmitjana, otro de esos autores desconocidos responsable de introducir a Picasso en el mundo gitano. «Resulta entonces que el flamenco en catalán tiene una larga tradición que, me temo, ha sido ocultada por la ceguera nacionalista de tirios y troyanos», explicaba el libreto.
A Paco Contreras no le corta ni dios. Es capaz de cantar en latín al toque flamenco la cuarta regla del silogismo, esa que invoca a atender, siquiera una vez, el termino medio como expresión universal entre dos extremos. Y también de hablar de «esa pereza activa, que mientras descansa, piensa» en sus Soledades de la pereza, un recordatorio a los cantares del poeta Augusto Ferrán que tanto influyó en Paul Lafargue, librepensador y revolucionario que se casó con Laura Marx, el autor de El Capital, y que escribió El Derecho a la Pereza.
Cuando ya estaba la cosa calentita llegó El prefacio a la Malagueña de El Mellizo. El público se quedó mudo. Pocos de los asistentes tenían pinta de ser asiduos a misa de doce pero algunos debieron imaginar que aquello era un impasse en una rave de lunes y se quedaron boquiabiertos. La teclista Susana Hernández, imitando el sonido de un órgano de iglesia, acompañaba la voz del cantaor. La letra proviene de La esperanza de la resurrección en Cristo, prefacio de los difuntos de la liturgia tridentina. El órgano coge más profundidad cuando, de repente, une la pieza con una copla popular de Enrique el Mellizo, la malagueña A la mare de mi alma. En su labor por sacar del abandono a personajes de su particular mundo, Niño de Elche recupera a Enrique el Mellizo, un gaditano que nació en la mitad del XIX, un tipo admirado pero un poco raro, que caía en depresiones y se iba a las iglesias, solo, a escuchar el órgano y los cantos gregorianos. Del Mellizo se dijo que era un hombre solitario y casi analfabeto al que se le vio cantarle al agua, a los locos del psiquiátrico… a la vida.

Tras pasar por una saeta semanasantera, interpretó un bloque de tres temas con García Lorca como excusa para mostrar sus capacidades vocales (Canción de cuna de Crumb, Petenera de Shostakóvich y Deep song de Tim Buckley). Es su terreno natural, donde consigue a la vez despistar y sobresaltar al personal. Los códigos de sus cuerdas vocales enloquecen pero le sirven de rebelión. Cantizano toca entonces la guitarra con un arco de violín, dándole un aire de matraca progresiva. «No eres más que un hombre en las carreteras de la muerte», repite sin cesar cuando interpreta el homenaje a Buckley, un cantautor experimental de Los Ángeles.
Para suavizar el ambiente, él, que es muy folclórica, se enzarza en El tango de la Menegilda, de la zarzuela La Gran Vía, una oda al arte del sisar como triunfo de la vida sobre la miseria. Paco Contreras se imagina vestido de cupletera, manejando el traje de chaleco como himno gay. Tras unos fandangos y canciones del exilio que, transformados en denuncia, saca el aplauso fácil de la lucha de clases ante un público conformado por residentes en Madrid venidos de aquí y de allá, de actores y actrices (desde Óscar Ladoire a Alba Flores), gentes de la música, algún periodista, seguidores incondicionales y novatos que no saben qué decir, llegó el final, La rumba y bomba de Dolores Flores, un tema de Lola Flores al que sumó el clásico Quién tiro la bomba, del Trío Matamoros. Cuenta en el libreto Niño de Elche que Mario Montez, estrella del cine de Andy Warhol, actuó una vez con el sobrenombre de Dolores Flores (en homenaje a la Lola de España) y se jactó de interpretar esta pieza con Lou Reed a la guitarra y John Cale al órgano. Fueron 13 de las 27 canciones que conforman su Antología.
Pues eso, he visto tres espectáculos distintos de Niño de Elche en los últimos dos años. Y el desconcierto se convierte siempre en gozo. Si la post party se hubiera celebrado hace un siglo en el Cabaret Voltaire de Zurich, no sé dónde habría acabado el movimiento Dadá. Niño de Elche habría compartido performance con Emmi Hannings, se habría dado de hostias con el boxeador y poeta Arthur Cravan mientras Lenin bailaba canciones populares de su tierra y Tristan Tzara preguntaría: ¿por qué no nos hace el manifiesto ese chico gordo? Pero cantado, please.