
El otro día volví a escuchar el nombre de Sandra Mozarowsky. Hubiera matado por charlar con ella, en vida o después de muerta, que me han dicho que también se puede. La escritora Clara Usón (Barcelona 1961) ha escogido a la actriz española para montar el puzzle de su última novela, El asesino íntimo (Seix Barral). No puedo hablar del libro porque aún no lo he leído (lo haré). Pero sí de Sandra.
Era muy joven, tenía 18 años, cuando cayó desde la terraza de su casa el 14 de septiembre de 1977. Vivía en la cuarta planta del número 3 de la calle Álvarez de Baena, cerca del Paseo de la Castellana. Nadie sabrá si la empujaron o se tiró. Usón ha reconocido que «la versión oficial es difícil de aceptar: se cayó por un balcón a las tres de la mañana, cuando regaba las plantas, que estaban en maceteros sobre el suelo del propio balcón. No hubo atestado policial o noticia de que alguna ambulancia la llevase al hospital». ¿Por qué? En los mentideros de la Villa (y ya Corte) se decía que era amante del rey Juan Carlos I y que compaginaba sus papeles en el cine de destape con sus visitas a un nightclub de la capital del que era propietario el actor Paco Martínez Soria y frecuentado por franquistas de todo pelaje. Hablaban de que sufría una fuerte depresión e incluso que la habrían «suicidado» porque estaba embarazada de cinco meses de un conocido «hombre campechano». Demasiada información, demasiado joven para morir.
Nueve meses antes de fallecer, el periodista Felipe Navarro, que firmaba como Yale y era padre de la escritora y también periodista Julia Navarro, la entrevistó para la revista interviú en una sección titulada Las españolas sin sostén. He recuperado aquel ejemplar y leyendo el texto de Yale se intuye que Sandra Mozarowsky no era una chica cualquiera a pesar de su juventud y de su época. Si viviese hoy, tendría 60 años y probablemente iría como invitada a la gala de los Goya, participaría del debate público sobre la violencia machista, las diferencias salariales entre actores y actrices o el máster de Cifuentes.
Sandra nació en Tánger en 1958, su madre era española y su padre, un diplomático de origen ruso e ingeniero electrónico. En 1976 terminó el bachillerato después de pasar por buenos colegios. A los nueve años participó en El otro árbol de Guernica (Pedro Lazaga). Desde 1973 y hasta poco antes de su muerte fue enfermera, turista, fue Magda, Pilar, Marisa, Gadea, Greta, Laura, Martina… Se la pudo ver en películas como Lo verde empieza en los Pirineos, Manolo la nuit, El mariscal del infierno, El libro del buen amor, El hombre de los hongos, Abortar en Londres, Beatriz o Ángel negro o en series como Curro Jiménez. Formaba parte del establishment del cine de la Transición, donde había rijosos pero también grandes actores. Demasiado joven para tanto barullo. Demasiada información.
Mozarowsky tenía 17 años cuando salió en interviú (vestida), «una edad en la que la mujer comienza a sentir sensaciones de mujer», confesaba . En la entrevista reconocía que su presencia en la película de Lazaga cuando era una niña provocó «una metamorfosis radical» en su vida. Se dio cuenta de que quería ser actriz. Dejó los castings para seguir estudiando y después volvió a ponerse ante las cámaras. Yale inicia su texto diciendo que «tiene Sandra como un aire transido, de ensoñación, de misterio. A veces te mira con sus ojos tristes, llenos de azules, y le adivinas, yo no sé por qué, una duda loca. Quizá la duda de no saber, aún, si es mujer o niña». Pero cuando la conversación avanza, la actriz demuestra tener muchas cosas claras: «Le estamos dando demasiada importancia al sexo, quizá porque, hasta ahora, ha venido siendo un tabú, por pura represión. Pero se ha levantado la veda, ya se puede hacer el amor sin grave escándalo para nadie y el sexo quedará reducido a su verdadera dimensión, sin más estridencias: el acto último y maravilloso del amor». No sé qué pensaría hoy de que muchos adolescentes tengan como profesor de sexualidad a los portales de porno gratuito y machacón.

Cuenta Sandra que su madre se había convertido en su mejor amiga, que le acompañaba a casi todos los rodajes «y no se escandaliza si alguien me pide que pose desnuda, comprende que forma parte de mi profesión». El cine era su profesión y la lectura su obsesión. Era como una esponja. En interviú confirma que por sus manos pasaban libros de poesía, teatro, biografías y que la afición le venía de cuando leyó Juan Salvador Gaviota, la novela de Richard Bach que a Sandra le sirvió para echar a volar. Aquella chiquilla admiraba a la laureada Glenda Jackson, actriz británica que hoy todavía se sienta como parlamentaria en la bancada del Partido Laborista.
«No creo en el matrimonio porque no puedo entender que una atadura sea para toda la vida. El matrimonio dura lo que dure el amor. Y punto. Ni un minuto más. Por eso creo más bien en la unión de la pareja, sin condicionamientos». Hablamos de 1976 y de una chica de 17 años. «Me he fijado mi meta a largo plazo. Por ahora sé que tengo todavía mucho que aprender. Una actriz no se improvisa a los diecisiete años, aunque soy consciente de que tengo condiciones. Tengo que pulirme, estudiar mucho. No me importa quedarme en casa horas y días enteros repasando un guión, adentrándome en el personaje», explica Sandra. Y sobre el erotismo, del que tanto participó en su vida cinematográfica habla sin vergüenza: «El erotismo es un sarampión que ha brotado tras los años de censura. Pero pasar pronto, al menos como planteamiento genérico. Los aficionados de verdad van al cine por otros motivos: por el cine mismo».