Un día más me quedaré sentado aquí, en la penumbra de un jardín tan extraño. Estoy solo, tirado bajo un enorme tejo. El manto ralo de ramas y hojas transforma en camuflaje los hilos de luz que llegan a tierra. Apenas se me ve. Me siento en la selva de Sumatra. Al Jardín Botánico de Madrid se viene a oler, a besar, a leer, a mirar, a pensar, a discutir, a vengarse, a enseñar, a escuchar. Todavía no sé a qué he venido yo hoy.

Un tipo en la Cuesta de Moyano me ha dado un trozo de papel reciclado. No tenía pinta de maestro africano ni de chico cariñoso. Sus manos tampoco eran de poeta. Lo he arrugado sin leer y he acabado sentado en el bordillo de piedra junto a la Puerta del Rey, viendo pasar escolares y maestras, guiris y mensajeros en bicicleta.

Un día, de golpe, el pantalón negro de chándal te pone en tu sitio, en el de los desempleados hiperactivos. El perfume de los lirios salva los setos y se esfuma por la verja hacia el Paseo del Prado. Sus raíces han permanecido todo el invierno bajo tierra acumulando calentura para ahora hacer brotar tres tépalos aterciopelados. “Ven, entra. Tengo algo que contarte”. ¿Quién me susurra desde dentro? No quiero girarme. Susurro, cococha y tatami son mis palabras preferidas.
No pago entrada –por lo del chándal–. Paso inadvertido, los estudiantes no se fijan, las señoras tienen mucho de que hablar y los jardineros no se fían. Cae la tarde y me olvidé otra vez de tomar una determinación. En el Botánico todo es Oniria. El jardín toma las decisiones por ti. Tengo que descubrir de quién era esa voz. Una chica seria y de pelo corto lleva en su mano un cazamariposas con una gran red blanca. También busca algo. “Perdona, ¿aquí dejan entrar con cazamariposas?”, –le digo sin animo de incordiar. “A ti no, a nosotras sí porque estamos estudiando durante meses cómo es el comportamiento de las mariposas, cómo se aclimatan y evolucionan en este jardín” . Su tono es amable aunque no se parece al del susurro. Cada uno a lo suyo.


Me dirijo por el Paseo de Quer hacia la zona de frutales. Dejo a un lado la rosaleda porque me da miedo volver a escuchar voces, volver a oler fragancias psicoactivas. Un cartel rojo advierte: ‘prohibido coger frutos’. Hay unos pequeños naranjos y limoneros de nombre Fortunella. Vienen de la China y tienen las ramas lisas, a veces espinosas. El aceite de sus hojas y brotes frescos se usa en perfumería. No me extraña. Estoy medio pedo. Descanso en una piedra escondida. A un lado, tras la verja, están las casetas de los libreros. Tanto escribir de drogas me ha enseñado que es muy importante el set y el setting, el contexto en el que se vive una experiencia. Esperando un eclipse me quedaré, persiguiendo un enigma al compás de las horas, dibujando una elipse me quedaré entre el sol y mi corazón. En el gerundio del Botánico tampoco hay tiempo, espacio, modo, número ni persona.

Mientras aguardo otra señal he visto nenúfares, jardineros repasando los setos y una palmera gigante que lleva un velo de la cabeza a los pies. Es hermosa, tanto o más que si llevara el rostro descubierto. Aparenta ser liviana cuando tiene que pesar lo suyo. Me acerco sin hacer ruido para no asustarla. Una educadora –lo sé por el polo granate y la acreditación colgada al cuello– pasa de largo. Tampoco tiene pinta de susurrar pero le pregunto también. Me cuenta que hace un año se detectó en Madrid la presencia de una mariposa, la barrenadora de las palmeras, que deposita los huevos en la base del tronco. Tras eclosionar, penetran en el tejido de la palmera, matándola. Leo que la barrenadora es originaria de Argentina, Paraguay, Uruguay y Brasil. Aquí llegó por Cataluña, pasó a Valencia y Baleares y los primeros ejemplares en la ciudad se detectaron en el Retiro. Así que todas las palmeras del Botánico están cubiertas por una malla blanca. Política de reducción de riesgos. Es una maravilla comprobar que en los jardines la gente suele ser muy maja. Será la primavera.

He perdido la noción del tiempo. Necesito agua, junto al estanque me atrapa la ilusión escuchando el lenguaje de las plantas, ese que marca el compás de la existencia. Me quedo atontado mirando el chorro de agua. En ese instante he aprendido a esperar sin razón la llegada de la bailarina de Val del Omar, esa flamenca surgida de un simple chorro de agua que marcaba el ritmo flamenco en los jardines de la Alhambra.


Cada vez hay menos visitantes y me duelen los riñones de agacharme a oler flores. Todo este edén para mí es nuevo. Una planta amarilla y bulbosa me vuelve a retorcer. Su nombre, Asphodeline; su país, Irán. Florece ahora en mayo, los pétalos no duran mucho pero su fragancia hipnotiza. Pregunto a Asphodeline si es ella la del susurro. La brisa mueve sus espigas. Me indica el cielo pero yo solo veo a un tipo de piedra, Simón de Rojas Clemente y Rubio. Está en el Paseo de las Estatuas. Botánico, teólogo, experto en lenguas orientales, un aventurero que cruzó los siglos XVII y XVIII. Acompañó al arabista (militar y espía) Domingo Badía y Leblich –aunque muchos le llamaban Alí Bey el-Abbassi– en alguno de sus viajes recolectando plantas. Simón, liberal, fue obligado en varias ocasiones al exilio. Nombrado bibliotecario y profesor del Jardín Botánico, escribió Ensayo sobre las variedades de la vid común que vegetan en Andalucía y se convirtió en un reputado ampelógrafo. No conocía esta profesión, que trata de identificar las vides comparando la forma y el color de sus hojas y bayas. Me siento en la parra, en el paseo emparrado que recorre la parte alta de los jardines. Con mi pensamiento sigo el movimiento, pero no de los peces en el agua. Aquí solo hay patos y pájaros. Los troncos de las parras son reptiles disecados que tienen retortijones. En lugar de mudar la piel, dejan salir hojas verdes que brillan y lo cubren todo. No encuentro la voz del susurro, la que cambió un día concreto, un día más. Ante mí surge Teta de Negra, una vid andaluza que el botánico Simón de Rojas Clemente catalogó hace doscientos años.

La acaricio, dibujando una elipse en la cepa. Todavía no es sarmiento. Me dejo caer, exhausto, por el Paseo de los Olivos. Saco del bolsillo la bola de papel. Siete palabras: No soy metálico en el Jardín Botánico. Miro alrededor y atisbo un busto de color blanco sobre un pedestal de granito, oculto entre árboles. No tiene rostro. Parece que un día llevó peluca, o que tenía el pelo largo, y uniforme militar. La educadora de la palmera pasa de nuevo a mi lado. “¿Te puedo hacer otra pregunta? ¿y esta estatua? ¿quién es? Nunca la había visto”. La chica la observa, siente la misma extrañeza. “Te puedes creer que no me había fijado en ella. Me entero y te cuento”, me dice sorprendida por tal aparición. Mientras tanto, pasa por allí un joven jardinero. No hacen falta preguntas. “Esta estatua es nueva en el Botánico, la han colocado hace pocos meses. Aunque no tenga cara, es Carlos III”, me dice. Casi cuatro horas después de aquel susurro he descubierto la verdadera estatua del Jardín Botánico, una escultura que no aparece en ningún catálogo, que no la cita ni la web del Botánico. Carlos III no tiene boca para susurrar. “Ven, entra, tengo algo que contarte”. Será la chica de la dalia.
[Este texto ha sido elaborado el pasado jueves 24 de mayo de 2018 bajo los efectos psicoactivos de los sonidos, colores y fragancias del Jardín Botánico de Madrid. Todas las flores, árboles y esculturas citadas están en este espacio y todos los personajes y diálogos existieron, excepto el hombre de la Cuesta de Moyano. La estatua de Carlos III, conocido como el ‘mejor alcalde de Madrid’, no es imaginaria, pero pocos la conocen].
