Ellos sí descansan en paz

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Campanita de entrada al cementerio de los monjes benedictinos. Foto: Alberto Gayo ©.

En el Valle de los Caídos hay tres clases de sepulturas. Ustedes conocen solo dos. Están los restos olvidados, que la humedad se está comiendo desde hace décadas, tapiados en criptas. Muertos de una guerra trasladados durante años hasta el interior de un risco. Miles de ellos. Luego están dos cadáveres exquisitos en lugar destacado, en el centro de una basílica bajo un Cristo vigilante. Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera, el dictador y el fundador de la Falange Española. Por lo bajini o a grito pelado se les puede insultar o ensalzar. Se les puede escupir o besar. Sus nombres están grabados sobre la piedra. Unos pocos quieren conservarlos allí, la mayoría entiende que su sitio no es ese. Y por último, existe un camposanto a escasos metros y más cerca del cielo que todos los demás. Un paraje donde se descansa en paz de verdad. El pasado mes de marzo me colé allí. Unas amigas me habían chivado su ubicación. Pensaba guardar el secreto pero choca tanto que he decidido compartirlo. Es un jardín en pleno risco donde reposan los restos de abades y monjes benedictinos del Valle de los Caídos, de aquellos que eligen quedarse para siempre junto a la cruz.

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Foto: Alberto Gayo ©.

Para llegar a este curioso cementerio hay que dar la vuelta a la cruz, situarse en el lateral derecho de la abadía, pasar por delante de un campo de fútbol, un frontón y una piscina al aire libre. Junto al monasterio de los benedictinos, los guardianes de las esencias del Valle de los Caídos, parte un pequeño sendero. Al entrar hay una campanita sujeta en un tronco de un pino. Su sonido te transporta a una montaña tibetana. Monjes y abades gustan de reposar entre vegetación y piedras, más que bajo lápidas ostentosas y panteones. Deberían de abrirlo al público para que todos los ciudadanos pudiesen comprobar que a estos monjes no les van las grandes cruces, las decoraciones doradas ni las flores muertas. Se lo han tenido muy callado. Es tal el contraste entre el cementerio de los monjes y las lápidas de Franco y el abandono de la mayor fosa común de España, que no pude resistirme a fotografiar cada rinconcito. Le ruego perdón de antemano al abad por no pedir permiso para pasear por su lugar de descanso eterno. Seguro que no me lo hubiesen dado.

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Foto: Alberto Gayo ©.

Desde esa parte del risco vi un jabalí buscando comida, la cruz se divisa gigante y la sensación es la de estar visitando un cementerio budista. La primera sepultura está camuflada en el paisaje, tres rocas cubiertas de líquenes y musgo. Una letra en cada piedra forman la palabra PAX y una sencilla cruz se confunde con las hojas secas y la tierra húmeda. Cada monje enterrado tiene su lugar integrado en la roca, como si antes de morir hubieran elegido el rincón preferido para la otra vida. Los pinos dejan pasar los rayos de luz, que hacen brillar la piedra. No hay pisadas. Solo paz. Me topo con otra tumba, esta vez rodeada de pequeños azulejos donde los gresites de colores conforman símbolos que no reconozco. En una pequeña explanada con piezas de pizarra se encuentran dos lápidas juntas. El musgo decora la hendidura entre piedra y piedra. Dos nombres: RVDO (Reverendísimo) P (Padre) Abad Justo Pérez de Urbel, fallecido en junio de 1976, y RVDO P. Abad Luis María de Lojendio e Irure, fallecido en octubre de 1987. Pérez de Urbel fue el primer abad del monasterio, consejero del Movimiento, de Falange y procurador en Cortes. De Lojendio fue responsable de la propaganda exterior del franquismo en plena Guerra Fría y en 1968 nombrado abad mitrado del Valle. Un poco más allá de esas lápidas, otro nombre grabado en una piedra rectangular, el de otro abad, Ernesto Dolado Pablo, enterrado en 2004.

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Cristo de Juan de Ávalos. Foto: Alberto Gayo ©.

Sigo escalando a la parte más alta y me choco con una escultura de Juan de Ávalos en bronce. Un Cristo guapete, de pelo largo y barba recortada que parece elevarse en el monte con la túnica al viento. La base de la impresionante cruz del Valle de los Caídos está a unas decenas de metros. Jesucristo eleva los brazos como si se acercase al cielo, o como si fuese a recibir algo grande. De ahí salen más senderos, recovecos entre rocas con un cielo que a ratos ilumina y otros asusta. Una piedra, horadada hace años, en forma de mini cueva tiene en su interior una cruz chiquitita y la letra omega del alfabeto griego, la última, la que indica el final de algo. En otro agujerito al lado, el cuerpo reposa bajo un pequeño calíz con una llama dibujada.

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Foto: Alberto Gayo ©.
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Foto: Alberto Gayo.

Más sorprendente aún es un roca labrada donde se puede leer Pustinia Nuestra Señora de Puerta Abierta, junto a una pequeña columna de madera llena de tachuelas negras y una campanilla. He mirado en Google y aunque la pustinia viene de la tradición ortodoxa rusa para nombrar al “habitáculo para la oración y el ayuno”, la iglesia católica lo convirtió en un método de meditación y encuentro con Dios a través del aislamiento y el vaciamiento de uno mismo durante 24 horas. Otro altarcillo formado por un pequeño menhir y una virgen blanca se esconde junto a una cruz negra con un ave y las palabras en latín ‘Expecto Resurrectionem’.

Antes de que me descubran, vuelvo sobre mis pasos. El lugar es alucinante, ideal para la meditación, para desconectar. Esa paz elegida voluntariamente por los benedictinos no estaría mal que la reclamasen para muchos de los que reposan mezclados entre cajas de madera rotas en criptas tapiadas con cemento.

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Foto: Alberto Gayo ©.

 

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